Entraré en su casa y cenaremos juntos los dos (Ap 3,20)

Hemos ahondado sobre el sentido de la fiesta, el banquete, el festejo, la alegría, el encuentro, la amistad, compartir, derrochar, echar la casa por la ventana. Los seres humanos somos seres de ritos: nos gusta marcar los tiempos e interrumpirlos mediante celebraciones, fiestas, celebraciones especiales. Es algo como lo que hacemos con el trabajo, que laboramos seis días a la semana y descansamos uno; es el modo de descansar, desaturdirnos y regresar a la “rutina”.

Los judíos también tenían el Sabbat como día de descanso, incluso antes que como día de celebración o culto. Los pasajes del Éxodo (cap. 20) y del Deuteronomio (cap. 5) relativos al día de reposo tienen dos razones distintas. El Éxodo afirma que hay un día de descanso porque Dios trabajó seis días y descansó el séptimo; el Deuteronomio, por su parte, recuerda más bien la esclavitud en Egipto y la liberación que Dios otorgó al pueblo, dejando de ser un pueblo esclavo para convertirse en el pueblo que sirve al Señor su Dios. Ambas legislaciones insistían en que el descanso aplicaba para todo mundo, incluidos animales domésticos usados en el trabajo, forasteros, esclavos y migrantes temporales. Todos tenían derecho a descansar.

Todos recordamos aquel capítulo XXI de ‘El Principito’ y su encuentro con el zorro. En dicho capítulo el zorro educa al Principito sobre ritos, fiestas, encuentros y domesticación. Para el zorro la domesticación consiste en ‘crear vínculos’, es decir, establecer dependencia, amistad, cariño, afecto, comunión, necesidad uno del otro. El zorro explica al Principito que un rito es aquello que hace diferentes unos días de otros o que una hora sea diferente de otra.

Una parte muy hermosa es durante la despedida. El zorro dice que llorará y sufrirá por la partida y la ausencia del Principito y este le dice que no ha ganado nada haciéndose amigo del Principito y el zorro le dice que sí gana ‘a causa del color del trigo’, porque el color del trigo y el rumor del viento entre sus espigas le traería a la memoria el recuerdo de su amigo.

Los seres humanos tenemos miedo a sufrir y nos encerramos en nuestro caparazón; preferimos la soledad o vivir en el aislamiento y no caemos en la cuenta de que, cuantas personas pasan por nuestra vida y dejan una huella en nuestro corazón, son razones suficientes para gozar de la vida y disfrutar de la existencia, aunque nos abatan el dolor, la tristeza y la desesperación.

Jesús ha prometido a los suyos, a quienes atienden a su llamado entrar en su casa, sentarse a su mesa y comer a su lado, como dos amigos, como íntimos, como cercanos. La comida y la fiesta siguen siendo indicadores de la alegría de tener alguien a quien amar, con quien compartir, alguien que esté a tu lado cuando te hace falta o cuando sufres, alguien que te enjugue tus lágrimas o te ofrezca un hombro donde apoyarte. Jesús quiere ser esa persona importante, valiosa y trascendente en tu vida. Alguien que sea fundamental para ti; alguien con quien establezcas vínculos.

¿QUÉ DEBEMOS HACER?

Crear vínculos con personas valiosas, cercanas e importantes, cuidar dichos vínculos, mejorarlos, perfeccionarlos, purificarlos. Pero, Jesús también quiere tener un estrecho vínculo con nosotros. Démosle esa oportunidad, pero, sin olvidar, que establecemos vínculos con él, cuando acogemos al que sufre, al necesitado, al pobre, al desamparado, al pequeño y al vulnerable. Un año nuevo es una gran oportunidad para abrir el corazón a quienes nadie acoge, recibe ni socorre.

La fe es en primer lugar confianza

Uno de los temas más frecuentes en los Evangelios es el tema de la fe. Vemos a Jesús preguntando a la gente si tiene fe, cuestionando la poca fe de sus discípulos, afirmando que la gente de su tiempo es gente que no tiene fe.

También tenemos la convicción de que Dios nos pide que aceptemos sus enseñanzas, doctrinas, conceptos y mandamientos. Creer, decimos, es aceptar todo lo que Dios nos dice o nos enseña. La fe no es cuestión de confesar doctrinas o aceptar preceptos. La fe, es en primer lugar, confianza en la persona más fiel y leal del universo y la historia: Dios. Cuando Jesús nos habla sobre la fe, habla sobre todo en confiar, abandonarnos a quien es amor, misericordia, compasión, benevolencia, lealtad, ternura, dulzura y delicadeza. Dios nunca se echa para atrás, no se arrepiente, no se desdice, no dice sí y luego no, no cambia de opinión y parecer. Dios es fiel y por eso podemos confiar en él, es decir, tener fe.

En cierta ocasión Jesús se encuentra con una multitud que discute con sus discípulos porque no pudieron curar a un niño, que, a decir de Marcos, era un poseso (Mc 9,14-29). Los discípulos de Jesús ya habían recibido el poder para expulsar espíritus inmundos (Mc 6,7), pero, en esta ocasión no pueden expulsar al demonio que atormenta al niño (v.18b).

Nosotros nos saltamos toda la narración, para ir a la afirmación final sobre demonios que se expulsan mediante la oración (v.29), pero poca atención prestamos a dos aspectos fundamentales: Jesús afirma que ‘todo es posible para quien tiene fe’ (v.23), y el padre del niño grita: ‘creo, ayuda a mi poca fe’ (v.24). Nunca nos hemos planteado la posibilidad de que Jesús hable de sí mismo como alguien que lo puede todo porque tiene fe (confianza) en Dios, su Padre. Jesús es el hombre por antonomasia que confía en su Padre; se abandona a su amor, a su misericordia, a su compasión, a sus cuidados, a su ternura, benevolencia, delicadeza y bondad. Por eso, el evangelista que más acentúa la misericordia divina y la confianza de Jesús nos dice que las últimas palabras de Jesús en la cruz son: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.’ (Lc 23,46) haciendo eco de las palabras del salmo 31.

Creemos porque confiamos y confiamos porque Dios es la persona más digna de confianza, en él te puedes abandonar, esperar, descansar, reposar. Por eso, con vocabulario bélico, los autores del Antiguo Testamento lo llaman baluarte, alcázar, refugio, mi fuerza, mi salvación. Porque en la guerra de la vida, Dios jamás nos deja solos, ni nos deja, ni nos abandona, ni nos da la espalda, ni se olvida de nosotros. Eso es lo que provoca la verdadera fe.

¿QUÉ DEBEMOS HACER?

Aprender a confiar en Dios, a abandonarnos en él. El salmista lo dice con las palabras más excelsa: ‘Me mantengo en paz y en silencio, como un niño en brazos de su madre’ (Sal 131,2). ¿Cuál puede ser el lugar más sereno, seguro, hermoso y pacífico para alguien totalmente indefenso que el regazo o el seno de una madre? Así debemos sentirnos siempre delante de Dios… y de Jesús.

Amar, servir y atender

Durante un buen tiempo hemos meditado todo lo relativo a la fiesta, el banquete, la comida, la celebración y, desde luego, el culto. Hemos considerado la alegría de celebrar, el don de compartir, la dicha de estar al lado de gente que amamos y personas que nos aman. También hemos puesto la atención en el culto judío que tenía un tipo de sacrificios que permitía al oferente comer una parte de lo ofrecido a Dios en donación, compartirlo en una pequeña fiesta con amigos, familiares e invitados. Hemos vuelto la mirada a la fiesta y la capacidad de apertura al dolor y el sufrimiento.

Ahora, bien, los cristianos hemos sido formados y educados muchas veces más en la escuela de Pablo de Tarso, a quien de cariño y por respeto llamamos San Pablo y hemos dejado un poco en el olvido la escuela de Jesús de Nazaret, a quien solo llamamos Jesús, así, a secas.

Adicionalmente, en muchos apartados es más fácil ajustarnos a la enseñanza de Pablo que a la de Jesús. Para nosotros cristianos del siglo XXI es más impositivo expresiones como ‘las mujeres deben estar calladas en las asambleas. No les está permitido tomar la palabra; deben permanecer sumisas, como dice también la Ley.’ (1 Co 14,14) o aquella otra que afirma ‘el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia’. (Ef 6.22). Esto es así porque se ajusta más a nuestra tendencia a poner a la mujer en un escaño inferior y decimos que si lo hacemos es porque lo dice la Biblia.

Jesús nunca pone en un segundo lugar a la mujer, la gente que le busca, se le acerca o le pide algo es siempre atendida, socorrida y tratada con respeto, delicadeza, ternura y tacto. La mujer no es, en la visión de Jesús, un ser de segunda categoría, alguien de quien cuidarse o de quien protegerse.

Hay un pasaje que le da a la mujer esa categoría de discípula, seguidora o amiga fiel de Jesús, en la que él reivindica para las mujeres el lugar más digno para ellas. En cierta ocasión es invitado a comer por un par de hermanas; Lucas nos dice que una se llamaba Marta y la otra María (Lc 10,38-42).

Marta, como toda buena mujer judía del siglo I, se afana en todo lo que la sociedad, la cultura y las buenas costumbres le han enseñado. Ella es una mujer de su tiempo, ajustada a las enseñanzas y a las tradiciones de su pueblo: orden, limpieza, buena comida y muchas atenciones, aunque eso suponga descuidar al visitante. Lucas dice que María estaba, como una niña o como un discípulo junto a su maestro, sentada a los pies de Jesús atendiendo sus palabras y aprendiendo su evangelio. Marta pone el grito en el cielo: el lugar de la mujer son los quehaceres domésticos.

Jesús le dice a Marta que hay algo más valioso e importante que afanarse en el hogar. Con esto pone a la mujer en calidad de amiga, de discípula, de fiel seguidora y servidora. El verdadero amor no está en servir sino en regalar toda tu atención al amado, estar a sus pies, dejarse sorprender, adquirir un nuevo sentido de la vida, gastar tiempo a su lado, perderse en su compañía.

¿QUÉ DEBEMOS HACER?

Aprender de Jesús que la mujer no es un ser de segunda categoría, menos valioso o de menor importancia. Para él, la mujer es alguien digna de valoración, respeto, cuidado, atención y delicadeza. Una vez más, Jesús nos reta a tratar a la mujer como un igual, como alguien de mi misma dignidad. Hoy se impone aprender a adorar a Jesús descubriéndolo en el rostro de muchas mujeres maltratadas, marginadas, despreciadas, descuidadas y condenadas. A Dios también se le adora en el altar de la vida femenina. Navidad es tiempo de adoración.  ¿Qué estamos esperando?

Cuando se da un espacio a los pequeños

Una de las tentaciones más grandes de los cristianos católicos de todos los tiempos es juzgar, severamente, incluso despreciar el tiempo en el que le tocó vivir, afirmando que es un tiempo de depravación, pecado, miseria, perversión, desenfreno y mil cosas más. El tiempo en el que nos toca vivir, es el mejor de todos, solo que vivimos ilusionados con un mundo que se ajuste a nuestra visión, aunque nosotros poco aportemos para que esa visión se haga realidad.

Jesús se amolda a su tiempo, es un hombre flexible, adaptable, no es alguien rígido e intransigente. No se ajusta a los juicios y criterios de su época, pero sí al tiempo histórico que le tocó vivir. Y es que Jesús es consciente de que solo se puede cambiar el mundo cambiando los corazones, porque los corazones cambiados pueden transformar las estructuras, los criterios, los valores, las personas, las familias, las culturas y las sociedades.

La sociedad de hoy desprecia y rechaza a quienes considera inútiles, incapacitados, diferentes y su modo de mostrarlo es marginándolos, haciendo de cuenta que no existen. En tiempos de Jesús esos marginados eran los niños y las niñas de su época. Eran dificultades que afrontar, bocas que alimentar, cargas que sobrellevar, personas que solo en el futuro podrían ser de ayuda, apoyo y utilidad, pero en su momento, eran lo que hoy son los ancianos y los incapacitados para nosotros: un peso muerto cuesta arriba sin descanso a corto plazo.

Para Jesús, los niños no son una carga, peso muerto, molestias a tolerar, incomodidades a soportar. Tampoco son algo que solo serán alguien cuando crezcan o maduren. Nosotros todavía tenemos esa mentalidad cuando solo nos interesamos en preguntarles qué quieren ser cuando sean grandes, porque eso es algo que debe correr por nuestra cuenta. Los niños y niñas serán aquello que nosotros les ayudemos a ser; aquello en que les ayudemos a convertirse.

Una línea del poema ‘Arcoíris’ de William Wordsworth afirma que ‘el niño es el padre del hombre’, con lo que nos da a entender que lo que es un niño o niña es en su infancia es lo que será en su vida adulta: un hombre es un niño crecido; una mujer es una niña crecida. Los niños y niñas serán excepcionales si sus padres y los adultos que les rodean educan y cuidan contribuyen a ello.

Jesús pide a sus discípulos que permitan a los niños acercarse a él (Mc 10,13-16). Buenos padres y madres de familia consideraron que era buena idea acercar a sus hijos a Jesús; sus discípulos piensan que es inapropiado para un Maestro, Profeta, Sabio, Taumaturgo e Hijo de Dios que lo menos valioso de su sociedad se acerque a él. Pero Jesús tiene otras ideas. Quien se acerca a Jesús se llena de sus riquezas, dones y bienes. Recordemos que Jesús nos propone como modelo de vida cristiana a los niños y niñas. Ellos son el espejo en el que debemos mirarnos e imitarlos es lo que nos garantiza ganar la vida que Jesús quiere para nosotros.

¿QUÉ DEBEMOS HACER?

Brindar a niños, niñas y adolescentes que viven en torno nuestro el mejor de los tratos, sepamos respetarlos, cuidarlos, protegerlos, apoyarlos, alentarlos, comprenderlos. Los niños no nacen sabiéndolo todo, aprenden de los adultos que les rodean. Demos siempre a nuestros pequeños TODO lo que ofrecemos al Niño Jesús en estos días. ¿incluida la adoración, preguntarás? Desde luego, ellos deben ser para nosotros la imagen de Dios hecho un niño indefenso, que espera de nosotros la mayor delicadeza, ternura, dulzura, amor y veneración.

Cuando el festejo se encuentra con el dolor

Los papiros mágicos nos dan constancia de la historia de la magia en tiempos helenísticos, es decir, antes y después de Jesús. En ellos es frecuente que se muestre al mago como alguien que actúa en secreto, pronunciando frases inconexas y difíciles de repetir. Un mago tiene clientes, no adeptos, ni fieles, ni seguidores; mucho menos discípulos o un círculo cercano e íntimo. Para ellos cada caso es aislado y representa un negocio. Desde luego, para que la magia funcione el que pretende solucionar un problema tiene que estar presente, no puede encargar la ayuda del mago a través de terceros o por intercesión de alguien. El que quiere un beneficio, lo busca personalmente y paga el trabajo.

Con Jesús no hay nada de esto; su obrar está relacionado con la llegada del poderoso reinado de su Padre, culmen de la historia de la salvación que, originalmente se pensaba era exclusivo para Israel, pero que con el ministerio de Jesús se descubre como una salvación ofrecida a todos los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. Los milagros realizados por Jesús están encaminados a anticipar en este mundo y tiempo la vida tal como será en el reino de Dios. En ese reino, según confiesa el autor del Apocalipsis, no habrá ya muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado.” (Ap 21,4)

Según esta visión, toda clase de enfermedad, dolor, sufrimiento, angustia, fatiga, trabajo y desesperación forma parte del mundo viejo, es decir, de este mundo temporal en el que vivimos.

Jesús jamás vio sus milagros como un signo de su poder o de su divinidad, puesto que lo que lo movió a realizar milagros fue el dolor y el sufrimiento de la gente que le rodeaba y le seguía. Lo que él quería era terminar con todo tipo de dolores, sufrimientos, llanto, lágrimas y angustia, por eso, ningún hombre o mujer que se acercó a él para mitigar su dolor se fue con las manos vacías.

Un milagro peculiar es el del siervo del centurión curado a distancia (Lc 7,1-10). No hubo necesidad de la presencia del enfermo, tampoco hubo necesitad de que Jesús lo tocara: la fe del hombre en el poder de Jesús fue suficientes para operar el milagro. En ese contexto de alegría, regocijo y festejo sale Jesús de Cafarnaún y entra en un poblado, Naín (Lc 7,11-16). Ahí el tono es otro: viene otra muchedumbre, pero no hay fiesta, ni alegría, ni gritos de entusiasmo, sino de dolor y desesperación: una viuda ha perdido todo lo que le daba sentido a su vida, su único hijo.

Atrás quedó la algarabía de la curación de un enfermo a distancia. Ahora la situación es otra. Jesús puede optar por seguir en el festejo o dejar atrás la alegría para dejarse tocar por el sufrimiento de una mujer que ha perdido a su marido y ahora, ha perdido a su hijo, para quedar completamente sola. Nosotros con frecuencia ignoramos el dolor y el sufrimiento y queremos vivir constantemente en la fiesta, la alegría y el desparpajo, dejando abandonados a quienes se ahogan en sus lágrimas y se consumen en la desesperación.

¿QUÉ DEBO HACER?

Tener la disposición de ánimo para abrir los ojos al que sufre y el corazón ante el que desespera. Jesús nos da prueba de ello; muchas veces podemos estar felices y contentos, gozar por los bienes y dones, pero también tenemos que estar atentos ante quienes pasan por la vida cargados de dolores y sufrimientos. Hay personas que realmente nos necesitan.

La mujer en el contexto de una fiesta

Para quienes están acostumbrados a la lectura atenta y reflexiva de la palabra de Dios es notorio la ausencia de nombres en las narraciones de los evangelios. Estamos habituados a los nombres de decenas de personajes que acompañan o siguen a Jesús y llegamos a la conclusión de que todos ellos tienen un nombre y un rostro.

Lo cierto es que la mayoría de las veces, fuera de los discípulos, fieles y seguidores de Jesús, así como la frecuente mención de los Doce o alguno de sus miembros destacados, la mayoría de las personas que giran en torno a Jesús son personajes anónimos, sin rostro, sin nombre, sin detalles. Y esto es muy notorio, por ejemplo, en el evangelio de Marcos.

El autor del segundo evangelio tiene la costumbre de extenderse enormemente en algunas de sus narraciones, basta recordar los veinte versículos de su narración del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20): aquel hombre que vivía entre los sepulcros, cargaba cadenas, se golpeaba con piedras y gritaba constantemente. Marcos es tan prolijo en el relato que lo único que falta por añadir es el nombre del personaje, sin embargo, Marcos no nos dice nada.

Lo mismo podemos decir de su relato del padre que discute con los discípulos de Jesús porque no pueden expulsar a un demonio que atormenta a su niño (Mc 9,14-29); el pasaje es tan largo que se echa en falta un nombre sea el del niño o el padre, pero, Marcos vuelve a callar.

En medio de estos silencios destaca el de aquella mujer que, con cierta dulzura y ternura, quiebra un frasco de un perfume de nardo muy caro (Mc 14,3-9). La gente la increpa por el despilfarro, pero Jesús hace hincapié en el amor desmedido que no lleva cuenta de los gastos, de los dolores, de las exigencias, de la entrega, de la disposición a darlo todo. Jesús es de esos bienes que valen la pena todo gasto, todo despilfarro, toda entrega, todo don y hasta el abandono de sí mismo.

De ella afirma Jesús que todos sabrían el modo en que se había portado con él. Pero, curiosamente, nadie nos trasmite su nombre: es una mujer anónima, es cualquier mujer, es toda mujer que ha encontrado en Jesús el sentido de su vida, el rumbo de su existencia, el camino a tomar y a seguir. Esa mujer con un nombre y un rostro ha llegado hasta nosotros sin rostro, historia y nombre para enseñarnos que en los momentos menos esperados y en los lugares más comunes y ordinarios podemos encontrarnos con algo extraordinario, con Alguien excepcional.

Aquella fiesta tomó un giro nuevo con la presencia de la mujer que está dispuesta al dispendio y el despilfarro si a quien se le muestra el amor es Dios mismo. El ser humano jamás podrá ofrecer a Dios más de lo que Dios le da. El amor sin medida de la mujer le ganó un lugar en los evangelios, aunque no sepamos nada de ella. Solo sabemos que amaba a Jesús con un amor desmedido. ¿Acaso un amor desmedido no dice mucho de quien ama de esa manera?

¿QUÉ DEBEMOS HACER?

Recordemos que pasamos a la historia no por lo que alcanzamos, logramos o conseguimos, sino por lo que hacemos por los demás y no solo por quienes son importantes para nosotros. Amar sin medida dice mucho de nosotros, es más, lo dice todo, aunque nuestro nombre sea desconocido y nuestro rostro permanezca en la penumbra. Jesús nos enseña que amar y servir no requiere de fama, sino de disposición total y entrega absoluta. Tal como él vivió.

Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida

El hecho de que los católicos veamos en la Biblia un único libro, nos hace olvidar que los autores que han dejado su huella en ella, recurrieron a los más diversos géneros literarios, de tal manera que sus intenciones, sus visiones, su teología, sus puntos de vista, sus conclusiones están ajustados a esos géneros literarios.

No es lo mismo el género sapiencial en el que se enfatiza la sabiduría, tanto la divina como la humana, que la literatura jurídica que emite leyes y expresa el castigo contra la violación a dichas leyes; tampoco es lo mismo una narración tomada de la historia, que una narración nacida de la épica. No debemos asustarnos porque así es la literatura: no me desorienta que ‘Drácula’ imprima terror y que ‘Oliver Twist’ nos produzca tristeza y compasión; asimismo sabemos que ‘Harry Potter’ es fruto de una creativa imaginación y que ‘Sapiens, de animales a dioses’ es una sesuda indagación histórica.

Entre los géneros literarios más llamativos de la Biblia, está el “apocalíptico”, que se refiere a revelaciones que Dios ofrece a hombres como Moisés, Henoc o Elías, de quienes se afirma tuvieron un trato muy íntimo con Dios.

La apocalíptica también recurre a revelaciones ofrecidas por ángeles. Jesús afirma en el Apocalipsis que, a quienes permanezcan fieles, “le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios” (Ap 2,7b), de esta manera el autor empata con el árbol de la vida del Génesis (Gn 3,23-24), así promete que los seguidores de Jesús comerán del árbol de la vida que tuvieron a su alcance nuestros primeros padres. Para judíos y egipcios el árbol de la vida es símbolo, además de una vida eterna, de una vida colmada de sabiduría.

Quien come del árbol de Dios, además de alcanzar sabiduría, obtiene vida eterna; algo que solo puede ofrecer Jesús a quienes le siguen fielmente. Comer no es solo nutrición, también es signo de comunión e intimidad con Dios, es un modo de volver al paraíso y a la amistad perfecta con Dios.

¿QUÉ DEBO HACER?

Pensar que Dios llama a luchar con empeño y dedicación, y solo al que venza, se le ofrece ese alimento que da vida y sabiduría; pero, en esta vida, Jesús es vida y sabiduría de Dios, unirnos a él es anticipar en esta vida, lo que disfrutaremos en el cielo y en la eternidad.

Ahí tienen a un comilón y a un borracho

Las narraciones de los evangelistas están llenas no solo de las acciones y palabras de Jesús, sino también de las palabras de otros personajes: discípulos, gente o de los mismos autores. Uno de estos versos que pasamos inadvertidos nos lo ofrecen, casi con el mismo vocabulario Mateo y Lucas.

La gente criticaba al Bautista porque no comía ni bebía y decían que tenía un demonio (Mt 11,18; Lc 7,33), en cambio, de Jesús, que sí comía y bebía, como si estuviera en una constante fiesta, de él afirmaban: Ahí tienen un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19, a-b; Lc 7,34); esto disgustaba de alguna manera a Jesús porque la gente buscaba maneras de no adherirse ni a las exigencias del Bautista ni a las exigencias propias, buscando siempre excusas para permanecer los mismos.

Pero, el comentario de la gente que describe a Jesús como comilón y borracho, habla mucho de él, dice muchas cosas sin que nosotros nos demos por enterados. Es verdad que la gente puede ser sarcástica y exagerar las cosas llamando borracho a alguien que casi no toma o glotón a alguien que casi no come, pero, la mayoría de las veces, si llaman a alguien borracho o glotón es porque en verdad bebe mucho o come mucho.

Jesús fue un hombre que vivió permanentemente de fiesta, festejado con la gente, sus amigos, allegados, seguidores, discípulos y con gente externa a su círculo. En la mesa de Jesús todos eran bienvenidos: incluidos la gente de muy mala reputación, esos que te queman si andas con ellos o si te dejas ver a su lado. Pero a Jesús esto nunca le incomodó, jamás le disgustó ser reconocido con el apodo de ‘amigo de publicanos y pecadores’.

El verdadero discípulo de Jesús se enorgullece de recibir y acoger a gente que otros desprecian, rechazan, marginan o condenan y no solo eso, se sienta con ellos a la mesa y celebra tantas cosas buenas que hay en la vida y que no todos disfrutan.

¿QUÉ DEBO HACER?

Aprender de Jesús a admitir a cualquier persona en tu grupo, tu círculo, tu familia. No es fácil, claro, pero es un reto que él impone. Las redes sociales nos lanzan retos tontos (y peligrosos), y los cumplimos. ¿Por qué Jesús no nos puede proponer un reto que en verdad de constancia de nuestra valía y talante?

Te alimentó con el maná

El texto de Mateo 4, 4 que ha orientado nuestras reflexiones, es una cita textual del libro del Deuteronomio que hace un repaso o recuento del camino del pueblo judío por el desierto a lo largo de cuarenta años.

Conocemos la frase de no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios con la que se nos alienta a recordar que la vida del ser humano está más allá de las realidades humanas. Sabemos que Dios quiere para nosotros una vida digna y plena, no solo en el cielo, en la eternidad, sino aquí mismo en la tierra, mientras peregrinamos a la casa del Padre.

Por eso hemos meditado sobre la responsabilidad que Jesús nos impone sobre el necesitado y todos los hombres y mujeres que sufren; no podemos pasar a su lado y pretender que todo está bien.

Ahora bien, el texto del Deuteronomio en el que se basa la afirmación de Jesús, nos pide profundizar un poco más sobre los cuidados que Dios tiene para con sus fieles; el texto habla de que Dios ‘te hizo pasar hambre, pero después te alimentó con el maná.’ (Dt 8,3a)

Con esta afirmación se da a entender que Dios es quien provee del verdadero alimento de sus hijos, que no los deja solos, ni los olvida, ni les da la espalda. Dios permite que pasemos hambre, pero no nos deja desfallecer por completo.

Solo así el pueblo de Israel pudo darse cuenta de que el ser humano no vive solo de pan, sino que la palabra de Dios también es alimento que nutre, da fuerza, vigor y valor.

El texto da a entender que fue la palabra de Dios y la presencia divina la que sostuvo al pueblo en su peregrinar por el desierto durante cuarenta años. La vida humana es más que solo cuerpo y pulsaciones, es Dios quien sostiene y ofrece la verdadera vida. Jesús se reconoce como pan que da la vida, como pan bajado del cielo para ofrecer vida eterna.

¿QUÉ DEBO HACER?

Trabajar con empeño por el pan de cada día, ser generoso y compartirlo con el necesitado, pero sin olvidar que también hay que trabajar con mucho empeño para ganar el pan de Dios y merecer sentarnos en su banquete divino. Jesús es el verdadero maná y es el Padre quien nos lo da.